
El origen de esta fiesta lo encontramos en la devoción privada a los siete dolores de la Santísima Virgen María,
fomentada ha partir del siglo XV. Los religiosos Servitos obtuvieron en el siglo XVII la aprobación de la celebración de la fiesta de los Siete Dolores de la Virgen María; posteriormente, en 1814, el Papa Pío VII inscribió también esta celebración en el Calendario de la Iglesia. Más tarde, en 1913, por voluntad del Papa San Pío X se estableció la fecha del 15 de septiembre como celebración de la Santísima Virgen María de los Dolores. Hoy recordamos al anciano Simeón, que le había anunciado a la Madre Santísima la oposición que iba a suscitar su Hijo, el Redentor, cuando Ella, a los cuarenta días de nacido, lo ofreció a Dios en el Templo: “Este niño debe ser causa de caída y de resurrección para la gente de Israel. Será puesto como una señal que muchos rechazarán y a Ti misma una espada te atravesará el alma”. El Papa Benedicto XVI nos recuerda que “al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró, también María lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su recogimiento nos impide medir el abismo de su dolor; la profundidad de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas” (siete dolores). La Virgen Santa lo sufrió todo por nosotros para que disfrutemos de la gracia de la Redención; sufrió voluntariamente para demostrarnos su amor, pues el amor se prueba con el sacrificio. La Iglesia nos exhorta a entregarnos sin reservas al amor de María y a llevar con paciencia nuestra cruz para salir victoriosos al encuentro del Señor.
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